Viento del norte

«Viento del Norte» es una novela sorprendente, sobre todo por el momento en que fue escrita y por la riqueza léxica y coloquial que encierra. Novela del pazo, novela rural. Denominaciones que utilizan los estudiosos pero que se quedan cortas y que, tal vez, han contribuido a que la autora quedara relegada a un tipo de novela regionalista o de género, cuando de algún modo, al enfrentarnos al texto, descubrimos en él esa riqueza de imágenes, de lenguaje, esa libertad de escritura, ese mestizaje que tanto nos fascinó en la literatura latinoamericana y en ese padre de los grandes escritores gallegos, en ese anarquista del lenguaje que fue don Ramón del Valle-Inclán. Escritura donde se mezclan con el castellano -ampliándolo y enriqueciéndolo- modismos, giros, frases enteras de una lengua gallega popular, llena de sabor y de gracia y, por aquel entonces, reprimida y silente. Pero de esa mezcla, de ese desparpajo, de esa libertad brota una sinfonía de imágenes y de ritmos, una ruptura del castellano apelmazado de muchos escritores de la época y un legado que a lo mejor se pierde, y es una lástima, cuando las dos lenguas se hacen autónomas y cada una bebe exclusivamente de su pasado.

Elena Quiroga emplea un lenguaje vivo, rápido, lleno de sugerencias; diálogos vertiginosos, precisos. Y un relato con esa carga de la leyenda, de las viejas tradiciones rurales, donde se mezcla, como en la mejor novela latinoamericana escrita en esos mismos años: la creencia popular, la fantasía y el sueño.

Hay pasión por la palabra y amor en estas páginas. Amor y savia de la naturaleza, de lo cercano, de ese ámbito, que es un ámbito cerrado, ligado todavía al sentido narrativo de la gran novela del XIX, pero contado con una violencia soterrada, la violencia de la tragedia, tragedia rural, pero también el espacio de las grandes sagas familiares, de los temores, los miedos, los odios y los rencores que nos remiten a esos gigantescos personajes, turbulentos y terribles, acosados por sus miedos y sus deseos, sus envidias y sus rencores. El mundo de Faulkner, pero también el mundo de Cumbres borrascosas, porque algo hay en esa Marcela sin domar, en esa niña salvaje y tenebrosa, pero rebelde, de la fuerza incontenible de uno de los más feroces y magníficos personajes femeninos creados por la literatura, la Catalina Earnshaw, esa muchacha indómita y brutal que corre por los páramos y que curiosamente fue creada también por una joven novelista, una mujer, Emily Bronte, cuando sólo tenía veintiocho años.

Hay un hálito poético en todo el relato. Un restañar de los sentidos y de las sensaciones que se va filtrando en cada página. No es una novela dócil o sensiblera, sino terca y vigorosa como son tercos y como tallados en madera, pero complejos, los personajes de ese mundo de familias de toda la vida, señoritos y criados; un mundo de formalismos y pasiones encontradas, de padres terribles y mujeres acobardadas por la rutina, el qué dirán y la costumbre. La naturaleza se filtra en las reacciones de esos personajes, atrapados y al mismo tiempo soberbios, altaneros. La violencia de ese mundo de hidalgos que de nuevo nos remite al Valle-Inclán de «Águilas de blasón» pero también de algún modo al ambiente cerrado, de pasiones encontradas, de locura y miedo del Lorca de «La casa de Bernarda Alba».

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