Desde un tren africano

Al ordenar los armarios del cuarto, esparcí sobre la mesa los papeles amontonados en un cajón. Entre ellos apareció un cuaderno de tapas azules; uno de los muchos que había utilizado en mi etapa de estudiante. Este cuaderno poseía una peculiaridad: en la cubierta señalaba «Lo redacté durante mi primer verano en África»‘. Miguel Aranguren publicó su primera novela con diecinueve años, toda una aventura editorial que se saldó con la venta de todos los ejemplares por lugares tan singulares como Madrid, Buenos Aires o México D.F. Todavía sin pretensiones literarias, el autor aprovechó los diarios de sus viajes a Kenya (país en el que había pasado los veranos de 1987, 1988 y 1989) para componer una novela autobiográfica en la que se entremezclan aventuras en la naturaleza incomparable de la sabana africana junto con los descubrimientos de un adolescente inquieto por la verdad. África se convierte, de esta manera, en un marco incomparable donde el autor se enfrenta a la vida y a la muerte (la de Santiago Eguidazu, un buen amigo), a la belleza del paisaje africano y al misterio de Dios. La novela nos lleva, con distintas peripecias, a Nairobi, Strathmore College (el primer colegio del África negra que no excluyó a los alumnos por motivos de raza o credo), a la miserable barriada de Huruma, al mercado de frutas, al desierto de Amboseli, al tren que cruza la sabana y a Mombasa.

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