Junto con Esquilo y Sófocles, los otros dos grandes trágicos de la Grecia clásica, Eurípides (484-407 a.C.) contribuyó a elevar el género teatral hasta las más altas cimas de la perfección estética y a plantear los conflictos morales más permanentes y profundos de la condición humana. De las noventa y dos piezas atribuidas a su genio, sólo diecinueve han llegado hasta nosotros. Las cuatro tragedias agrupadas en este volumen -«Alcestis«, «Medea» e «Hipólito«- cuentan entre las más significativas y reputadas de su obra.
«Alcestis» es una de las más tempranas obras supervivientes del dramaturgo griego. La obra fue probablemente producida por primera vez en las Dionisias del año 438 a. C., estando ya avanzada la carrera del autor. A veces se la caracteriza como una obra satírica y a veces como un melodrama. Apolo consiguió de las Parcas que Ademto, a punto de morir, pudiese presentar a alguien que muriera voluntariamente en vez de él, para que pudiera vivir un tiempo igual al que ya había vivido. Y «Alcestis«, la mujer de Admeto, se entregó ella misma cuando ninguno de los dos progenitores quiso morir por su hijo. A poco de haber sucedido la tragedia se presenta Heracles.
La más importante de las obras de Eurípides y uno de los trabajos que mejor representan su concepción de lo trágico, muy distinta a la de Sófocles y Esquilo. Jasón no solo regresó de la Cólquide con el vellocino de oro, sino que también sedujo a la hija del rey Eetes, “Medea”. A su vuelta a Yolco, hallan un escenario de traición familiar del que huyen dejando un rastro carmesí. Cuando recalen en Corinto, “Medea” desplegará una pavorosa venganza contra Jasón al descubrir que pretende a la hija del rey Creonte. Este imperecedero personaje femenino recoge las leyendas que veían a la hechicera como una mujer exótica y salvaje que, por amor, despierta el lado atroz de lo humano. Sus coetáneos decían que Eurípides prefería representar «las cosas como son y no como debieran», y ello quizá sea lo que nos sigue atrayendo de esta princesa extranjera: su cruda realidad, su repulsión natural hacia el perjurio, su asimilación negada, su temible ira, su compromiso con la sangre.
“Hipólito” (428 a.C.) acompaña a Medea en la cima de la creación de Eurípides. Muestra la terrible pasión de una mujer enamorada y la firmeza casi enfermiza de un muchacho perfecto. Fedra desea a su hijastro “Hipólito”, casto y adepto a la diosa Artemis, quien la rechaza. En una carta dirigida a Teseo, su esposo, Fedra acusa a “Hipólito” de haberla seducido, acusación que tendrá graves consecuencias. Éstos son los dos personajes más heroicos del dramaturgo, al punto de que él incurre en hybris, o insolencia frente a los dioses. Sin embargo, media ya un abismo entre ambos y los héroes arquetípicos de Esquilo y Sofocles, puesto que son humanos en su inconstancia.